Periodismo

Su nombre no era su nombre

Por Federico Bianchini

Jose «Pepe» Poblete Roa, mirista chileno desaparecido en Argentina, su madre Buscarita y su hija Claudia.

21 de abril de 2025

SumarioEn los años 2000, un juez citó a Claudia Poblete Hlaczik para decirle que las personas que la habían criado no eran sus padres, sino sus secuestradores. Que sus verdaderos padres habían sido desaparecidos por la última dictadura militar. Boom publica un adelanto del nuevo libro de Federico Bianchini.

Federico Bianchini.

Sobre el autor/a:

Federico Bianchini

Es periodista y licenciado en Comunicación. Ganó los premios Don Quijote (EFE/Reyes de España) y Nuevas Plumas (UDG y Universidad Portátil, México). "Tu nombre no es tu nombre" es su último libro.

La tarde del 7 de febrero de 2000, en la cocina de su casa de Belgrano, Claudia Poblete Hlaczik se preguntó qué iba a cenar esa noche. La mayoría de las veces, la elección de la cena es solo un detalle. Se podría pensar, también, que la vida no es más que un encadenamiento de detalles o recuerdos que se suceden en lo cotidiano. En este caso, la pregunta por la cena o, en realidad, la respuesta, fue importante porque no supo qué contestarse.

Claudia Poblete Hlaczik estudiaba Ingeniería en Sistemas, tenía muy buenas notas y un coeficiente intelectual superior a la media. Sin embargo, nunca en sus veinte años había prendido un horno. No sabía cómo encender un lavarropas, planchar una camisa ni cómo pagar una boleta de luz. No había viajado en colectivo o en subte, no andaba sola por la ciudad ni se quedaba a dormir en casa de sus amigas. La acompañaban a comprar, a pasear y a las clases de inglés.

Para Claudia, todo esto era tan natural como cubrirse cuando llueve o no entrar en la ducha con el agua demasiado caliente. A veces, protestaba por la intransigencia de sus padres, pero tampoco podía comparar, así que vivía como vivimos todos: creyendo que decidía.

Esa tarde en la cocina de su casa, Claudia Poblete Hlaczik se sintió sola como no se había sentido en su vida.

Al mediodía había caminado hasta un juzgado desde la oficina en la que realizaba una pasantía. A sus compañeros les había comentado que salía a comer y volvía en un rato. No le daba demasiada importancia al asunto. Unos meses antes, un juez la había citado, le había dicho que tenía dudas sobre su filiación y le había propuesto someterse a un examen. Claudia preguntó si podía negarse. El hombre le respondió que, en caso de que existiera un delito, ella sería la única evidencia. Claudia se sintió impactada por la frase, así que fue a un hospital público y dejó que le sacaran sangre. Luego, siguió con su vida sin conceder demasiada importancia al asunto.

Nunca, en sus veinte años, ella había oído la palabra “dictadura”. Sabía, en cambio, de la existencia del “proceso militar” y de los “subversivos”, gente que ponía bombas y atentaba “contra el sistema”. Pero no mucho más.

En el tribunal, la recibieron un juez, unos secretarios y un hombre gordo de pelo largo que dijo ser un psicólogo. Arriba de la mesa, una carpeta con casi cien hojas. En la tapa de la carpeta, tres fotos en blanco y negro.

Claudia Poblete Hlaczik vio las fotos del hombre (la mirada seria, el pelo corto despeinado) y de la mujer (el flequillo hacia la izquierda), pero se detuvo en la de la bebé. Esa bebé con cara enojada y cachetes rechonchos. Se detuvo sintiendo una certeza que le recorrió el cuerpo con la fuerza de un relámpago. En ese momento, sin ningún tipo de dudas, supo que esa bebé era ella.

Luego de presentarse, el juez le dijo que sus padres –las personas a quienes ella llamaba sus padres– iban a quedar detenidos. Porque en realidad no eran sus padres, sino dos personas que la habían robado cuando era una bebé. Secuestradores, delincuentes, criminales. ¿Qué? Sus verdaderos padres, le dijo el juez, habían sido torturados por militares argentinos en el centro clandestino de detención Olimpo y después habían desaparecido. Según el resultado de la prueba de ADN, había 99.99999 % de probabilidades de que ella fuera hija de José Poblete y Gertrudis Hlaczik.

Atravesada por la verdad de esa foto, Claudia solo lloraba. Lo que sentía dentro era más fuerte que cualquier cosa que alguien pudiera decirle: un edificio que se derrumbaba desde los cimientos. El juez seguía hablando. Ella no entendía del todo las palabras de ese hombre, pero estaba segura de que eran verdad. Lloraba. De repente, sintió miedo por lo que iba a pasarles a Ceferino y a Mercedes. Y, a la vez, un alivio: como si una espina clavada en algún lugar profundo de su historia se hubiera removido.

***

En los siete años que duró la última dictadura argentina (desde el 24 de marzo de 1976 hasta el 10 de diciembre de 1983), hubo 30.000 víctimas entre muertos y desaparecidos. Muchos de ellos pasaron por los llamados centros clandestinos de detención: instalaciones secretas empleadas por las Fuerzas Armadas y de Seguridad para torturar, interrogar, violar, mantener detenidas de forma ilegal y eventualmente asesinar a personas. Funcionaron en comisarías y delegaciones policiales, pero también en casas particulares, barcos, fábricas, hospitales y escuelas. Según la Secretaría de Derechos Humanos, se identificaron unos 800 lugares a los que se les dio ese destino.

En septiembre de 1983, antes de devolver el poder democrático, el presidente de facto Reynaldo Bignone sancionó la llamada ley de Autoamnistía, a través de la cual exoneraba a las Juntas Militares de culpa y cargo por los delitos sucedidos durante el régimen militar.

Al poco tiempo de asumir como presidente, Raúl Alfonsín envió al Congreso un proyecto de ley para derogar dicha ley, que quedó sin efecto el 17 de diciembre de ese mismo año.

Dos años después, en un proceso judicial realizado por orden de Alfonsin, nueve de los diez integrantes de las tres primeras Juntas de la dictadura fueron procesados. La sentencia, dictada en diciembre de 1985, destituyó y condenó a cinco de esos militares.

En los dos años siguientes, sin embargo, Alfonsín promovió las llamadas leyes de Punto Final y Obediencia Debida. La primera apuntaba a fijar un plazo muy breve (sesenta días) para la presentación de nuevas denuncias penales contra los posibles responsables de la desaparición forzada de personas durante la dictadura. Luego de ese tiempo, los crímenes quedarían prescritos. La segunda buscaba eximir de responsabilidades penales a quienes, por su rango, se suponía que habían actuado obedeciendo órdenes superiores. Esta ley, sin embargo, tenía excepciones: la violación, la apropiación extorsiva de inmuebles de desaparecidos y, como en el caso de Claudia Victoria Poblete Hlaczik, la sustracción y ocultación de menores de edad.

Algunos jueces federales, convencidos de la irracionalidad de la medida, intentaron procesar a algunos de los acusados. Pero en 1987, la Corte Suprema de Justicia ratificó y convalidó la constitucionalidad de estas dos leyes. Así, se sentó jurisprudencia. A partir de ese momento, la doctrina se mantuvo incólume. Los familiares de las víctimas veían cómo la posibilidad de justicia se diluía.

En 1989, el presidente Carlos Menem dictó dos decretos de amnistía para aquellos criminales que no habían podido encajar sus casos en las leyes mencionadas: el primero supuso la liberación de 280 personas, y el segundo benefició a los mandos de las Juntas Militares Jorge Rafael Videla, Roberto Viola y Emilio Massera, e incluyó al exministro de Economía José Alfredo Martínez de Hoz.

Así, basándose en las llamadas “leyes de impunidad”, los jueces resolvían expedientes de violación, agresiones y asesinatos entre civiles, pero dejaban pasar aquellos cuyos perpetradores eran militares.

La sensación de angustia que, en esa época, tenían los sobrevivientes de los centros clandestinos de detención y los familiares de los desaparecidos es difícil de describir. La angustia siempre es difícil de describir: un pensamiento que se repite y lastima, una bruma en el pecho, dificultad para respirar… Pero en este caso se le sumaba el miedo a encontrarse, al doblar cualquier esquina, con el asesino de un hermano, el culpable de la desaparición de un hijo, el hombre que te había desnudado para aplicarte una descarga eléctrica y se reía mientras llorabas de dolor.

***

El juez esperó. Con la prudencia y la incomodidad que genera el llanto ajeno, le dijo que ella no se llamaba Mercedes Beatriz Landa sino Claudia Victoria Poblete Hlaczik. Le dijo que no había nacido el 13 de junio de 1978, sino tres meses antes: el 25 de marzo de ese mismo año. Le dijo que su documento, número 26 769 382, sería retenido porque era un documento falso. Le dijo que en ese mismo momento, un patrullero estaba yendo a buscar a sus apropiadores y le dijo que allí, en ese juzgado, estaba su verdadera familia y que quería conocerla.

–No –dijo Claudia terminante–. No quiero.

Y el juez, los ojos bien claros, le respondió:

–Hace mucho tiempo que te están esperando.

Con dudas, entonces ella asintió. Y al salir se encontró a algunos familiares. Los saludó con una cautela muy parecida a la desconfianza. Fernando, su tío, le dijo que entendían que ese momento debía de ser muy difícil y que esperarían todo lo que necesitara.

–Yo no necesito nada –tajeó ella.

Fernando le dio cartas, fotos y unos casetes que en ese momento no eran más que eso, unos casetes, y que luego se transformarían en una parte importante de su historia.

Ella agarró todo y lo guardó en su cartera.

Salió del juzgado sin detenerse a mirar a las 150 personas que la esperaban afuera. Al llegar a su casa, descubrió la nota que Ceferino Landa y Mercedes Moreira le habían dejado: “No te preocupes por nosotros, estamos bien. Te queremos mucho”.

Su nombre no era su nombre. Su fecha de nacimiento estaba equivocada. ¿Los recuerdos que tenía de chica también serían falsos? Se sentó un momento en uno de los sillones y reprodujo uno de los casetes en el walkman. Escuchó la voz de una mujer, pero no podía detener sus pensamientos. Detuvo la grabación. Llamó al juzgado. Preguntó adónde habían trasladado a Ceferino y a Mercedes. Pidió un permiso urgente para ir a verlos y un certificado que dijera que no tenía documentos. Fue a buscar esos papeles y le dijeron que sus apropiadores iban a ser trasladados al Departamento Central de Policía y que a las once de la noche podría verlos. Volvió a su casa. Recién entonces, se preguntó por la cena. Resolvió que no comería nada. Y así, con el estómago vacío, salió hacia las calles de una ciudad que no parecía la misma.

Esperó en un bar hasta que, a las once de la noche, entró a ver a Ceferino y a Mercedes. Ellos le pidieron que se quedara tranquila. Ceferino le contó de un lugar de la casa donde podía encontrar plata en efectivo y le recordó cómo acceder a la cuenta bancaria. No mencionó las mentiras ni la apropiación. No hizo ninguna referencia a lo sucedido, como si se debiera a un error o a un malentendido que pronto se aclararía. Como si no hubiera nada por lo que pedir disculpas.

Claudia volvió a su casa en colectivo.

Desde chica, había tenido miedo de estar sola. Como no podía dormir, se fue a la habitación de sus apropiadores, se acostó en la cama matrimonial y escuchó los casetes que le habían entregado en el juzgado. Eran unos veinte, de noventa minutos cada uno. Un archivo biográfico familiar. Relatos de su abuela paterna, de su abuelo materno, de sus tías, de sus tíos, de los compañeros de militancia de sus padres. Información sobre fechas, lugares, situaciones y recuerdos que la confundían. ¿Su papá militaba a los doce años? ¿El accidente había sido en la Argentina o en Chile? ¿Cómo podían haber pasado tantas cosas en solo tres años? A pesar de no entenderlo todo, seguía escuchando. Oyendo voces ajenas y lejanas, Claudia Poblete se fue quedando dormida.

***

Ese año, mientras Claudia intentaba entender, el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) con el apoyo de Abuelas de Plaza de Mayo presentó una querella criminal contra los responsables de la desaparición forzada de José Poblete y Gertrudis Hlaczik. En el pedido se afirmaba que las llamadas “leyes de impunidad” no debían ser aplicadas al caso y que debían ser declaradas nulas por contradecir disposiciones constitucionales y normas internacionales de protección de derechos humanos.

El 6 de marzo de 2001, el juez Gabriel Cavallo dictó una resolución que decretaba la invalidez y nulidad de ambas leyes. El caso era paradigmático, decía el juez, porque las personas que se habían apropiado de Claudia Poblete Hlaczik eran, también, los autores de la desaparición de los padres.

Así, se producía una contradicción muy grande: debido a las excepciones en las leyes, el juez estaba autorizado a perseguir a los sospechosos por la apropiación de la hija, pero no podía procesarlos por el secuestro, las torturas y la desaparición de los padres: un delito con una condena mayor que el primero.

En noviembre de 2001, por unanimidad, la Sala II de la Cámara Federal confirmó la resolución dictada por Cavallo y declaró que la invalidación de esas leyes no era “una alternativa, sino una obligación”. Cuatro años después, la Corte Suprema también confirmó la inconstitucionalidad. En el fallo, dejó sentada “la obligación estatal de investigar y sancionar los crímenes cometidos durante la última dictadura”.

En los diecisiete años siguientes, en juicios por crímenes de lesa humanidad durante el terrorismo de Estado, se dictaron 294 sentencias y se condenó a 1117 personas.

Esta historia muestra cómo, a cuarenta y dos años de la vuelta de la democracia en la Argentina, la dictadura no solo sigue presente en la memoria, sino también en algunos cuerpos. Como el de Claudia, que durante una de las entrevistas para este libro se referirá al coronel retirado Ceferino Landa y a su esposa Mercedes Moreira, como "esta gente" y "mis apropiadores", aunque también les dirá "mis papás".

Este es un adelanto de “Tu nombre no es tu nombre”, publicado por Libros del K.O. en España y por la editorial Marea en Argentina.



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