Periodismo

La guerra contra el turismo con pistolas de agua

Por Abraham Jiménez Enoa

ilustración con pistolas de agua
Carol Pires

31 de agosto de 2024

SumarioEn Semana Santa, el periodista cubano Abraham Jiménez Enoa enfrenta la soledad en una Barcelona, mientras los residentes protestan contra la masificación turística.

Foto de Abraham Jiménez Enoa, periodista cubano que vive en Barcelona

Sobre el autor/a:

Abraham Jiménez Enoa

Abraham Jiménez Enoa es periodista cubano. Es autor de los libros La isla oculta y Aterrizar en el Mundo, ambos de la editora Libros del K.O. Fue columnista en The Washington Post y en la revista mexicana Gatopardo. Ha publicado en los principales medios del mundo, como The New York Times, BBC, El País y Aljazeera. Ganó el premio Libertad de Prensa Internacional del Comité para la Protección de Periodistas (CPJ), el Sigma Delta Chi Awards de The Society of Professional Journalists, el de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), el One Young World Journalist of the Year Award, el Lyra Mckee Award for Bravery y la beca Michael Jacobs de la Fundación Gabo. Cofundó El Estornudo, revista cubana independiente.

Los días de la Semana Santa de 2023 fueron los más tristes de mi vida.

Un año y medio antes, el castrismo me informó a través de una llamada telefónica: exilio o cárcel. Salí de Cuba con mi esposa y mi hijo porque el gobierno cubano no estaba contento con mi actividad periodística. Nos mudamos a Barcelona. Pero en esa semana de festividades, mi suegra enfermó en La Habana y mi esposa tuvo que regresar con nuestro hijo. A un océano de distancia de toda mi familia y amigos, en una ciudad ajena, sentí por primera vez el miedo impuesto por la soledad.

No salí de mi departamento hasta dos días después, cuando tuve hambre y el refrigerador no pudo proveerme más las sobras de las comidas de los días anteriores. Y encontré otra Barcelona. Mis vecinos no estaban en sus casas, ni tampoco mis pocos conocidos en la ciudad. Bares, cafés, florerías, bibliotecas, museos, todo estaba cerrado. Abiertas quedaban solo las tiendas de souvenirs y los restaurantes caros frecuentados por turistas, quienes recorrían las calles de la ciudad con la soberbia de quien ha ganado una batalla. ¿Dónde estaba la gente de Barcelona?

La gente que vive en Barcelona estaba, está y estará en Semanas Santas, en Navidades, en verano y en cuanto tengan un chance, en otros lugares, haciendo lo mismo que hace la gente que viene a Barcelona: moviéndose en busca de relajación para así detener el frenesí volcánico del capitalismo. Porque la gente de Barcelona no es diferente al resto de los seres humanos.

La gente que vive en Barcelona estaba, está y estará en Semanas Santas, en Navidades, en verano y en cuanto tengan un chance, en otros lugares, haciendo lo mismo que hace la gente que viene a Barcelona: moviéndose en busca de relajación para así detener el frenesí volcánico del capitalismo. Porque la gente de Barcelona no es diferente al resto de los seres humanos.

En Barcelona viven 1,7 millones de personas. De enero a mayo de 2024, ya había recibido unos 7 millones de visitas. Hace un mes, el alcalde Jaume Collboni anunció un plan de medidas que incluye eliminar todas las viviendas de corta duración a finales de 2028. Pero a los catalanes les parece demasiado tiempo para resolver un problema que sienten urgente. Por eso han decidido empuñar pistolas, aunque sean pistolas de agua.

En lo que va de verano, han ocurrido dos manifestaciones contra la invasión de turistas. En la última, que sucedió en julio pasado, participaron unas 20.000 personas, según cifras de los colectivos de activistas que intervinieron. La estrategia de algunos ha sido inusual. Varios manifestantes sacaron pistolas de agua y dispararon contra turistas que se encontraban comiendo en las terrazas de restaurantes. Además, colocaron precintas en las afueras de un hotel donde se celebraba una boda y escribieron: “Precinto popular. Barcelona para las vecinas”. Y a los turistas que osaban asomarse a la manifestación les gritaron: “No son bienvenidos”.

Una de las situaciones que ha motivado a los manifestantes ha sido la llegada en masa de nómadas digitales y de los llamados expats (expatriados), gente que vive en Barcelona con salarios mucho más altos que los locales y que, de esa forma, sus vidas impactan, por ejemplo, en el competitivo mercado inmobiliario. Los alquileres han aumentado casi un 70% durante la última década.

Hoy vivo en L'Esquerra de l'Eixample, uno de los barrios céntricos de Barcelona. Cuando llegué a esta zona, tomaba café todos los días en un bar que tenía 78 años. Su dependiente, Montse, era una señora de 68 que llevaba cuatro décadas trabajando en ese mismo lugar. Su padre vivió muchos años en Cuba, lo que la llevaba siempre a intentar alargar las charlas conmigo y a regalarme, a veces, algún que otro café. Así supe que era viuda y que no tenía hijos. Una mañana de mayo, después de dejar a mi hijo en el colegio, quise tomar café. No pude: encontré a unos hombres tirando las paredes del bar y levantando el piso a golpe de unas mandarrias enormes. Pregunté: los dueños del bar lo habían vendido a un francés que lo convertiría en una heladería. Todos los días me pregunto qué será de Montse.

Muchos de los letreros de los negocios del Eixample están en inglés. Si uno se despista un día, te toma por sorpresa la aparición de un nuevo negocio. Crecen como setas. Sobre todo los cafés “exóticos”, salones sumamente espaciosos donde uno no se explica cómo lo único que venden es café importado (por el poco espacio utilizado) y por qué los dependientes te hablan en inglés y no en catalán (o castellano). Ese es su sello: un producto estrella. Granos que viajan desde Colombia, Brasil, Paraguay. Por eso lo venden a precios exorbitantes: una tasita minúscula de café puede costar 3 euros. Es tan riguroso el merchandising que ni siquiera expenden azúcar porque “el producto es estelar, el mejor, de primera”.

Toda esta situación ha llevado al hartazgo a una parte de la ciudadanía barcelonesa. Han pasado de escribir consignas de “Tourists go home” en las paredes de los barrios más masificados, Gracia, El Raval, El Gótico, a salir a la calle a protestar. Pero el sentir popular es que la urbe comenzó a dejar de ser de sus habitantes cuando los Juegos Olímpicos de 1992 se celebraron aquí. La cita deportiva, con el aura esparcida que dejó, provocó que la puerta de la ciudad quedara abierta a la globalización. De esa forma, Barcelona entró en la lista de los sitios más codiciados del mundo. La apertura significó un cambio en su estructura comercial: los locales dejaron de ser los clientes, y su puesto lo ocuparon los extranjeros de paso.

Varios catalanes me han comentado que mucho tuvo que ver con el hecho de que, a partir de las olimpiadas, la ciudad dejó de estar de espaldas al mar para pasar a vivir hacia él. La explosión del litoral barcelonés, con la Villa Olímpica de Barcelona 92 como corazón, generó la atracción de capitales extranjeros, más negocios, más consumo y, a la larga, una nueva manera de apropiación de la metrópoli.

La nueva Barcelona en 2008 recibió más gasolina para seguir su tránsito mutante. Ese año, España cayó en una severa crisis económica que empobreció a la clase media. Fue la gota que le faltaba a la ciudad para desbordar la copa y derramarse sobre la dependencia turística. Luego apareció Airbnb y el resto de las corporaciones financieras, los fondos inmobiliarios, quienes se han vuelto desde entonces los grandes desarrolladores del turismo, destrozando las geografías del planeta con una cosmovisión absolutamente capitalista.

La primera manifestación turismofóbica ocurrió en 2014 en el barrio de la Barceloneta, aunque el embrión de la irrupción se sembró en 2017, cuando un grupo de encapuchados atacó un bus turístico llenándolo de pintadas que decían, entre otras cosas, “el turismo mata los barrios”. Los asaltantes eran miembros de Arran, una organización de izquierda que aboga por la independencia de Cataluña.

Los turistas no son el problema. El problema radica en cambiar las formas de hacer turismo, descapitalizarlo para cuidar el planeta y preservar los entornos autóctonos que han logrado sobrevivir a la globalización. ¿O acaso los militantes de Arran o los pistoleros de agua nunca han viajado fuera de Barcelona a conocer otros lugares? ¿El turista siempre es la otra persona y nunca nosotros? ¿Existe un punto de contacto entre los que se quejan por la llegada de turistas y los que se quejan por la llegada de migrantes en pateras? ¿En algún lugar se cruzará la xenofobia con la turismofobia? ¿Acaso hay quien se cree, a esta altura de la humanidad, después de la usurpación que supuso la colonización y el horrendo crimen que supuso la esclavitud, que un continente, un país, una ciudad, un barrio, una calle, le pertenece? ¿Acaso aún habrá gente que se cree superior y que aspira solo a vivir entre seres de su mismo “linaje”?

Me hice estas preguntas después de que unos amigos vinieran a cenar en casa. El tema de la mesa fue la invasión extranjera que sacude a Barcelona. Pero, al irme a la cama, reparé en que todos los que habíamos cenado, en unos días, nos iríamos a pasar unos días fuera de Barcelona. Cada quien a un lugar distinto.

Me fui con mi familia a Italia, donde visitamos Nápoles y Palermo. El día del regreso, caminando a las cuatro de la madrugada junto a siete personas más por calles adoquinadas que se estremecían con el paso de varias maletas de ruedas, pensé que si yo fuese uno de esos vecinos que estaba perdiendo el sueño en ese preciso instante podría gritar desde la cama: “váyanse al carajo, privilegiados de mierda”.

Esa es la verdadera cuestión: el privilegio. ¿Quién puede viajar y quién no? ¿Quién puede pagarse comida ecológica? ¿O quién puede decidir comprar ropa de marcas cuyas fábricas tienen como premisa el cuidado medioambiental? O, para no desviarnos del asunto: ¿Quién puede irse a un resort eco-sostenible en medio de un bosque y quién a un hotel de tres estrellas en una metrópoli?

A esto último es a lo que casi siempre puede acceder mi familia. No hace mucho, nos fuimos un fin de semana a Blanes, un municipio de playa en Girona, porque el sol en Barcelona ya ardía. En la primera noche fuimos a cenar al restaurante que estaba en el subsuelo del hotel. Allí descubrimos que todo el salón estaba atendido por personas de África. Los dependientes, los camareros, los cocineros, los que limpiaban. Era raro porque llevábamos un día entero en el lugar y, de la planta cero hasta el piso ocho, el único negro era yo. Parecía que estaban recluidos allí, que no podían subir de esa especie de inframundo con olor rancio a papitas fritas precocidas.

Entre los africanos había dos que parecían ser menores de edad. Durante un largo rato, mi esposa y yo debatimos qué hacer: ir a preguntarles la edad directamente o denunciar la situación en la dirección del hotel y en la policía. Uno de sus compañeros se acercó a nuestra mesa para brindarnos agua en una jarra. Mi esposa preguntó si había menores de edad entre los trabajadores. “No”, respondió. Y, antes de marcharse con la jarra vacía, dijo con una sonrisa mueca: “Y si los hubiera, no dirían nada. Estamos en la temporada alta y hay que aprovechar el curro.”

* "Curro" es una palabra coloquial utilizada en España para referirse a un trabajo. En América Latina, se usan otras palabras como "chamba" (en México), "laburo" (en Argentina y Uruguay), o "pega" (en Chile y Bolivia).

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