10 de agosto de 2024
SumarioMi entusiasmo ante una pausa en mi trabajo se vio atravesado por una corriente de ansiedad. Llamémosla la crisis de identidad del editor. El miedo a no poder escribir después de tantos años de guiar a otros en el mismo proceso me persiguió durante días y semanas.
Sobre el autor/a:
Peter Catapano
El autor es editor en la sección de Opinión del NYT desde 2005. Fundó y editó la serie de ensayos The Stone con el filósofo Simon Critchley.
"Ya para entonces me había dado cuenta de que buscar era mi signo, emblema de los que salen de noche sin propósito fijo, razón de los matadores de brújulas." — Rayuela
A finales de junio de 1963, se publicó en Argentina con cierto éxito Rayuela, la novela caleidoscópica de Julio Cortázar. Unos seis meses después, nací yo, en Brooklyn, Nueva York, con mucho menos fanfarria. Pasarían otros 25 años antes de que nuestros caminos se cruzaran, y la experiencia enloquecedora y extática de leer el libro me dejó perplejo, literalmente me rompió la cabeza. El año pasado cumplimos 60 años, tanto Rayuela como yo.
Aludo aquí a un rompecabezas de forma bastante intencionada porque uno de los principales atributos de Rayuela es el juego de rompecabezas que Cortázar incorpora a la experiencia con su “tabla de instrucciones”, sugiriendo al lector al menos dos maneras de leer los capítulos: o de manera lineal (y truncada: terminaría en el capítulo 56, y aconseja dejar los 99 capítulos restantes sin leer), o en un orden prescrito que explota la secuencia numérica de toda la obra en una confusión o caos aparente, saltando hacia adelante y hacia atrás hasta leerse los 155 capítulos. El orden lineal tradicional del libro se deconstruye, se sacude y se revuelve incluso antes de comenzar. Y el supuesto desorden expresado en las instrucciones de Cortázar insinúa una lógica propia, únicamente ensombrecida. Pero también, un misterio.
Yo soy editor de oficio, no de ficción sino de ensayos, y normalmente operó de manera racional, insistiendo en la exactitud de los hechos, perfeccionando la claridad y la lógica para un público amplio, por lo que no suelo pensar en los trabajos escritos en estos términos —por ejemplo, escudriñar el significado de la fecha de nacimiento de un libro como lo haría un adivino o un astrólogo— pero comencé a hacerlo el año pasado, cuando después de muchos años de postergarlo, me embarqué en la escritura de mi propio libro y se reavivó mi antiguo romance casi místico con Rayuela. Para mi sorpresa, el propio Cortázar, quien murió en 1984 en París, se convirtió en mi guía enigmático e inestimable.
Cuando después de muchos años volvemos a leer los libros que amábamos cuando éramos jóvenes, a menudo encontramos que tanto el libro como el lector han cambiado. Esto también ha sido mi caso. Cuando yo era joven y apenas había vivido, me dejó pasmado el Club de la Serpiente, ese elenco de personajes salvajes y aparentemente exóticos que rondaban las calles y apartamentos del París de Horacio Oliveira. Esta vez, tras unas tres décadas, no fue tanto el contenido del libro sino sus orígenes, el estridente e improvisado proceso de su realización, lo que hizo tan significativo y dulce este reencuentro entre la obra maestra de Cortázar y yo.
Unos años después de graduarme en la universidad de Cornell, en 1985, hice lo que hacen muchos jóvenes inseguros: creé mi propia crisis existencial. Había decidido ser escritor, enfrentándome a la aterradora posibilidad de que el fracaso (en particular no lograr escribir una novela) acabara con la identidad que yo me estaba armando. Con el tiempo, más tiempo del que me hubiera gustado, salí de esa crisis simplemente al vivirla día a día, semana tras semana. En esa época escribía esporádicamente — cuentos, poesía, reseñas — y tomaba diversos trabajos.
Al cabo, encontré un puesto relacionado con el sueño de mi juventud: asistente editorial en The New York Times. Después de unos años me convertí en editor, una profesión en la que resulté ser bueno y con la que me sentí cómodo. Me satisfacía ayudar a los demás, guiarlos en sus escritos. De paso, co-edité cuatro hermosos libros, recopilaciones antológicas de esos ensayos. Técnicamente, sin embargo, no fui autor de ninguno.
Cuando rondaba los 60, volvió a surgir ese obstinado sueño de ser autor, el que yo creía haber hundido. Comencé a levantarme antes del amanecer para escribir en mi cuaderno y a apuntar cosas en mi teléfono hasta muy tarde en la noche. Redacté una propuesta para un libro de no-ficción, la cual obtuvo cierto apoyo.
En octubre del año pasado, tomé una licencia de cuatro meses para escribir ese libro, una especie de memorias donde indagaría en la relación colaborativa entre escritores y editores. Fue la primera vez que tomé una pausa en los 25 años que había trabajado en The Times, principalmente como editor de opinión, y también creador de The Stone, una plataforma para ensayos y comentarios filosóficos que operó durante más de una década. Estaba decidido a no desperdiciar esta oportunidad. Hice preparativos y planes: un esquema y unas 100 páginas de investigación que reuní durante varios meses en la Biblioteca Pública de Nueva York. Había pasado casi la mitad de mi vida ayudando a otros a escribir, y ahora me tocaba a mí hacerlo. Como me aconsejó mi amigo el filósofo Simon Critchley en algún momento del proceso, ya era hora de dejar la preparación de lado y "simplemente darle play". Sería fácil.
Mi entusiasmo ante esta nueva oportunidad se vio atravesado por una corriente de ansiedad. Llamémosla la crisis de identidad del editor. Pasar de la edición, donde el material de base para el trabajo lo extrae otra persona y lo entrega en tus manos, a la escritura, donde uno mismo debe realizar el acto divino de crear un mundo coherente a partir del polvo astral de su conciencia, ya era otra cosa. Y el miedo a no poder escribir después de tantos años de guiar a otros en el mismo proceso me perseguía durante los días y semanas previos a mi sabático.
"Pasar de la edición... a la escritura, donde uno mismo debe realizar el acto divino de crear un mundo coherente a partir del polvo astral de su conciencia, ya era otra cosa."
Me propuse el objetivo de escribir 1.000 palabras al día. Pero pronto me encontré con un problema técnico. Con el esquema y el plan de escritura ante mí, tropecé. Parecía que al saber de antemano lo que iba a escribir, me quedaba sin aliento: perdía el interés en escribirlo incluso antes de abrir la página. De esta manera logré producir algunas páginas pero las encontré aburridas. Las palabras no eran notas que fluían melódicamente sino piedras empujadas cuesta arriba. El trabajo pesado de la obligación, de la intención, había pesado sobre el proceso y también sobre el producto. Al parecer, detrás del editor se escondía un poeta que ahora exigía espontaneidad, curiosidad, misterio.
Y así, con el propósito de simplemente acabar de escribir, cada mañana dejaba el esquema a un lado, también la lista de capítulos, el plan e incluso el objetivo de escribir un libro específico sobre un tema específico, y me puse a escribir. Me convertí, a mi manera humilde y como diría el personaje Horacio Oliveira, en un “matador de brújulas”, escribiendo sin indicaciones ni preparación, dando largos paseos por el Bajo Manhattan cuando ya no podía quedarme sentado. Esto sirvió y los resultados me fueron interesantes e incluso emocionantes. Sin parámetros, la escritura fluía de forma más natural, dejando que la mano siguiera la mente mientras despertaba por la mañana y me fijaba en las pequeñas cosas —como la temperatura y la calidad del aire que entraba por la ventana, la luz matinal que se iba asomando poco a poco sobre el ladrillo rojo de los edificios al otro lado del patio—. En lugar de programar mi producción, permití que emergiera lo que el poeta William Stafford llamó “la coherencia del ser”, hasta que algo que tuviera vida, movimiento o luz apareciera en la página y me llamara.
En esa época mantuve cerca ciertos libros, reunidos a mi alrededor como sustento para la escritura del día siguiente. Y me sorprendieron los libros que acabaron ahí: poetas, místicos religiosos y quienes buscan una experiencia más trascendental. Confesiones de San Agustín, La nube del no saber, El abandono en la Divina Providencia. Poetas, tanto vivos como muertos; obras de Frank Bidart, James Schuyler, Anne Carson, Paul Blackburn, John Wieners y otros esparcidos por la cama entre mis papeles.
Pasarían algunas semanas antes de que Rayuela apareciera entre el montón, pero cuando comencé a releer los capítulos a mi propia manera improvisada, me llamaba cada vez más. Parecía dirigirse de forma directa a mi situación y pronto asumió su lugar en la cima del montón, invitándome a leerlo, no sólo como literatura sino como una especie de iluminación, una luz que afirmaba que el no lograr escribir según lo planeado no es un fracaso en absoluto, sino más bien algo que hay que trascender. Comencé a hallar mensajes entre sus fragmentos crípticos, dejando que me llevaran por un camino que de otro modo no veía con claridad.
En Rayuela, Cortázar incluía apuntes, reflexiones filosóficas y efímeras como capítulos —en especial las reflexiones atribuidas a Morelli, el fantasma novelístico o compositivo de Cortázar— y me obligó a considerar la escritura no solo como una forma de comunicación con los demás, lo que exige coherencia y claridad, sino como aquello que la precede: la comunicación con uno mismo, nacida de la intuición, caldo primigenio de la creación, de las sensaciones y los impulsos que mueven al autor hacía la expresión. En uno de los capítulos de la Morelliana, el 82, Cortázar lo capta perfectamente:
“¿Por qué escribo esto? No tengo ideas claras, ni siquiera tengo ideas. Hay jirones, impulsos, bloques, y todo busca una forma, entonces entra en juego el ritmo y yo escribo dentro de ese ritmo, escribo por él, movido por él y no por eso que llaman el pensamiento y que hace la prosa, literaria u otra. … Así por la escritura bajo al volcán, me acerco a las Madres, me conecto con el Centro — sea lo que sea. Escribir es dibujar mi mandala y a la vez recorrerlo, inventar la purificación purificándose; tarea de pobre chamán blanco con calcetines de nylon”.
"Tarea de pobre chamán blanco con calcetines de nylon."
Pronto fui más allá del libro y con la ayuda de la traductora Alexia Trigo comencé a sumergirme en los relatos del propio Cortázar sobre la composición de Rayuela, principalmente en entrevistas. Supongo que buscaba algo que afirmara y santificara mi propio proceso de escritura confuso para evitar la desesperación. Y allí no encontré consejos prácticos sino algo mejor: una especie de compañerismo de parte de un buscador, un místico cuya fe y cuyo abandono total a la exploración me conmovieron y me animaron a liberarme de aquella ambición mía de lograr un cierto éxito final de mi proyecto, y simplemente salir adelante.
En el transcurso de esta investigación aprendí algunas cosas:
—Que al escribir Rayuela, Cortázar perseguía mover la narración de un modo que no era ni estrictamente “progresivo” ni lineal. De ahí que las piezas rotas se juntaran y se extendieran en varias direcciones, ordenadas o entretejidas para crear un todo. Que en términos de comparación con el arte visual, no es una obra de realismo, ni una pintura o escultura representativa, sino un mosaico.
—Que escribió Rayuela sin esquema ni mapa sino con “una obligación de empezar”. Un impulso.
—Que en cierto sentido Cortázar procuraba borrarse a sí mismo como escritor, para permitir la expresión del yo antes del yo. En una entrevista, identifica a esta criatura como una versión “preadamita” de sí mismo, lo que supongo quiere decir informe, deshecho y, por lo tanto, intacto e incorrupto, tanto mejor para dar paso a las expresiones espontáneas a las que accede en sus viajes. Dice Cortázar, “¿cómo escribir una novela cuando primero habría que des-escribirse, des-aprenderse, partir à neuf, desde cero, en una condición pre-adamita, por decirlo así?”
—Que Rayuela es una obra cuyo significado sólo se descubriría una vez terminada.
Al escribir Rayuela, Cortázar perseguía mover la narración de un modo que no era ni estrictamente 'progresivo' ni lineal.
Hay un cierto júbilo en estas proclamas. La liberación de cualquier indicación o propósito conocido, del tiempo lineal, de la tiranía de la medición, para entrar en el estado de incertidumbre y desconocimiento sin disculparse, una expresión de una fe casi mística.
Al volver a encontrarme con Cortázar, me di cuenta de una afinidad natural con el vidente, el poco práctico, el santo tonto. Aquel que ha aceptado la incapacidad de expresar y aún así se mueve para expresar. Quien comienza cada día con su fe plantada en el acto de buscar, acto que posee valor intrínseco, que se justifica en el hacer, que levanta el espectro del éxito o del fracaso y permite que la experiencia de estar vivo y consciente se desate en el tiempo de forma orgánica.
No soy erudito ni experto literario, pero en el fondo no creo que la agresiva destrucción por parte de Cortázar de algunas de las convenciones más preciadas de la literatura fuera estrictamente un acto literario sino más bien un intento de validar o expresar una condición humana — una experiencia de vida infravalorada y tradicionalmente descartada, fracturada, incoherente, desprovista de lecciones, que no tiene significado, pero que todavía está llena de esa energía primordial, la conciencia de estar vivo. El yo tal como él lo conocía, tal como le llegaba, como lo sentía y le sonaba. Y tal vez eso era, de hecho, lo que estaba buscando yo cuando puse mi vida en pausa durante cuatro meses para intentar escribir un libro: aceptar cómo experimento yo el mundo, con o sin el libro escrito.
En una entrevista dijo Cortázar que cada día pierde más confianza en sí mismo y es feliz...
No es una evolución, sino un deshacer.
Esto no es esperanzador. Y no he tenido éxito. Al aceptar a Cortázar como mi compañero y guía de escritura, en lugar de Strunk & White o Stephen King, fui poco práctico. Y obtuve el resultado correspondiente: no escribí el libro. Pero qué sé yo, puede que esté ahí enterrado en las 100.000 palabras dispares que produje con la ayuda de Cortázar en esos cuatro meses.
Pobre chamán blanco con calcetines de nylon.
Y él me llevó de la mano.
Este ensayo fue traducido del inglés por Erin Goodman.