Ideas

Enemigos íntimos: México y Estados Unidos en el fútbol

Por Juan Villoro

Dos personas jugando fútbol sobre una cancha roja, desértica, dividida en dos por una línea quebrada simulando una frontera
Constanza Barrios

19 de julio de 2024

SumarioLa sumisión del Tri a la escuadra estadounidense ha hecho olvidar las glorias de una rivalidad histórica. Aunque el público mexicano celebre las derrotas con algarabía, el modelo que privilegia el negocio sobre la calidad ha desembocado en un fracaso. El tenebroso Henry Kissinger fue uno de los primeros en entenderlo y sacarle provecho. Es hora de aprender la lección de la racha perdedora.

Juan Villoro

Sobre el autor/a:

Juan Villoro

Ha cubierto varios Mundiales de fútbol y ha escrito libros sobre fútbol, como Dios es redondo, Balón dividido y No fue penal. Por su periodismo, ha recibido los premios Vázquez Montalbán, Rey de España, Gabo y Diario Madrid. Su libro más reciente es No soy un robot. La lectura y la sociedad digital.

La excepción emocional

Durante muchos años el fútbol fue el sitio maravilloso donde Estados Unidos era un país exótico que podía ser vencido.

Vivir al lado del imperio ha perfeccionado la suspicacia y los anhelos de los mexicanos. Sabemos que sus productos industriales son mejores, pero conquistamos su apetito con nuestros aguacates. La relación es asimétrica: aunque compartimos la frontera más cruzada del planeta, la mayoría de los cruces son ilegales. De acuerdo con la imaginación popular, en los albores del siglo XX, el dictador Porfirio Díaz dijo una frase que explicaba su fracaso después de más de treinta años de gobierno: “Pobre México: tan lejos de Dios, tan cerca de Estados Unidos”.

En 1847, fecha no tan lejana en términos de la historia de un país, Estados Unidos invadió México. En tiempos de la invasión rusa a Ucrania conviene recordar que el poderío estadounidense se fincó, en buena medida, gracias a la apropiación del 55% de nuestro territorio. California, Texas, Arizona, Nevada, Utah, Nuevo México y parte de Colorado y Wyoming cambiaron de manos. En 1848, al firmar la paz, México logró el magro consuelo de que se respetaran los toponímicos de las regiones expropiadas. El idioma brindó una compensación simbólica: la geografía tuvo nuevo propietario, pero conservó su nomenclatura.

En las clases de civismo, mi generación aprendió que el heroísmo significa mostrar dignidad en la derrota: cuando nuestros héroes caen, pronuncian frases célebres. Antes de perder ante las tropas estadounidenses, el general Anaya ya había sido derrotado por el desabasto, pues carecía de municiones. Consciente de que la dignidad es algo que se ejerce en el infortunio, dijo: “Si tuviéramos parque no estarían ustedes aquí”.

Esa situación se aplica al fútbol, donde, de acuerdo con el refrán popular, “jugamos como nunca y perdemos como siempre”. El público sigue llenando las tribunas porque sus emociones no dependen de los resultados.

El filósofo Jorge Portilla dejó un libro excepcional sobre la importancia que la fiesta y las congregaciones masivas tienen para los mexicanos: La fenomenología del relajo. Ahí estudia la peculiar dinámica de nuestros actos colectivos. Para poder reunirse, la gente requiere de un pretexto eficaz, que puede ser político, cívico, religioso, deportivo o meramente festivo. Sin embargo, una vez desatado el jolgorio, ese pretexto se borra y la multitud da rienda suelta a lo que en verdad le interesa: la dicha de estar juntos. Así se explica que las plazas públicas se llenen el 15 de septiembre, Día de la Independencia. La gente no asiste al convivio animada por la defensa de la identidad, sino para “echar relajo”. Portilla advierte la importancia de esta frase: la algarabía requiere de un sitio para ser “echada”. Lo mismo sucede con los partidos de la selección nacional. Lo decisivo no es que el equipo tricolor gane, sino que eso permita expresar algarabía en las tribunas. En rigor el público se festeja a sí mismo. De manera emblemática, el grito con el que apoyamos a los nuestros es: “¡Sí se puede!”, demostración empírica de que por lo general no se ha podido. Aunque la selección juegue mal, el ánimo no decae, pues no depende del rendimiento deportivo, sino de mantener viva la afición.

La conducta ante Estados Unidos representa una excepción en nuestro imaginario colectivo. Antes de que el fútbol se popularizara en ese país, México jugaba de local en Chicago o Los Ángeles Las gradas se llenaban de inmigrantes mexicanos y nuestros goles tenían un aire de “reconquista”. Para evitar el predominio mexicano en las gradas los partidos se comenzaron a programar en Columbus, Ohio.

Ganarle a Estados Unidos era el mérito constante de una escuadra a la que no se le exigían otros logros. Nuestra supremacía en la CONCACAF explica que México sea uno de los cinco países que más veces ha participado en Copas del Mundo, al lado de Brasil, Alemania, Italia y Argentina. Pertenecemos a la élite de viajeros frecuentes sin haber ganado un solo título.

Ganarle a Estados Unidos era el mérito constante de una escuadra a la que no se le exigían otros logros. Nuestra supremacía en la CONCACAF explica que México sea uno de los cinco países que más veces ha participado en Copas del Mundo, al lado de Brasil, Alemania, Italia y Argentina. Pertenecemos a la élite de viajeros frecuentes sin haber ganado un solo título.

Sería injusto decir que somos masoquistas, pues no disfrutamos con nuestras heridas, pero nos resignamos con facilidad porque el verdadero deporte no está en la cancha sino en las gradas, donde el público hace más esfuerzo que los jugadores. En su inagotable estudio Masa y poder, Canetti describió la “masa en anillo” que se entusiasma con la tribuna de enfrente, nítido espejo de su pasión. Eso definió nuestra conducta, con una salvedad: podíamos vencer al país más poderoso de la Tierra.

El rival histórico

En 2002, durante el Mundial de Corea y Japón, yo vivía en Barcelona. No contaba con un canal de televisión que transmitiera los partidos y debía buscar sitios para verlos. Uno de mis mejores amigos en la Ciudad Condal era Mihály Dés, escritor húngaro que editaba con generosidad la revista Lateral, singular oásis que dio a conocer a escritores del calibre de Roberto Bolaño, Juan Gabriel Vásquez y Mathias Enard.

Mihály y yo fuimos a un bar para ver un partido que nos interesaba poco pero permitía celebrar el milagro de la amistad: Rusia-Estados Unidos. El asombro llegó con la primera cerveza: no pude creer que Mihály apoyara a Estados Unidos y él no pudo creer que yo apoyara a Rusia. Cada quien respaldaba al enemigo de su enemigo. De manera insólita, el partido nos hizo hablar más de política que de fútbol.

En 1956, año de mi naciomientoo, Mihály tenía seis años cuando las tropas soviéticas se apoderaron de las calles de Budapest. Los jugadores de camiseta roja le recordaban no sólo la invasión, sino la hegemonía ideológica que había marcado su educación y que superó cuando pudo viajar a Cuba para aprender español.

En lo que a mí toca, yo pertenecía a una generación que creció idolatrando a los Niños Héroes, los seis cadetes del Colegio Militar que murieron defendiendo al país de la invasión de Estados Unidos. El más dramático de ellos era mi tocayo. Según la leyenda, Juan Escutia fue herido en la azotea del Castillo de Chapultepec; para evitar que la bandera cayera en manos de los invasores, se envolvió en ella y se lanzó al abismo.

Como he dicho, Mihály tenía seis años cuando los tanques soviéticos se apoderaron de su tierra y acabaron con el proceso de democratización del Partido Comunista Húngaro. Yo tenía la misma edad cuando Kennedy visitó México y prometió devolver El Chamizal. “De lo perdido lo que aparezca”, reza el dicho. Sin embargo, en este caso, la devolución era insultante. Estados Unidos entregaba un terragal de 177 hectáreas en la zona fronteriza, lo cual obligaba a recordar que se había quedado con dos millones de kilómetros. La restitución equivalía a una propina: el 0.00007% de lo robado.

En suma, ni Mihály ni yo podíamos ser indiferentes a la representación simbólica del partido Rusia-Estados Unidos. Y, más aún: sólo esos dos países podían despertar en nosotros reacciones tan ajenas al deporte.

La anécdota refleja la conflictiva relación de los mexicanos con el fútbol estadounidense. Durante décadas, tuvimos la compensación de que la nación que nos dominaba en todo fuera nuestro “cliente” en la cancha. Pero eso comenzó a cambiar a fines del siglo XX.

Los “cachirules”

En los años ochenta, el fútbol era en Estados Unidos un deporte que apasionaba a las chicas que poco después integrarían la mayor potencia del fútbol femenil (cuatro campeonatos del mundo ganados de 1991 a 2019). El balompié no cautivaba al resto del país, pero el Mundial de 1994 se iba a celebrar ahí y una avasallante maquinaria empresarial se había puesto en marcha.

Nadie gana sin que alguien pierda y México ha sido la víctima propiciatoria de numerosos negocios estadounidenses. Por lo demás, también nosotros hemos contribuido a que eso suceda. A medida que nuestro vecino comenzaba a interesarse en el balompié, encontrábamos la manera de meternos en problemas.

Repasemos la situación de la liga MX, la más rentable del continente. En ese emporio las ganancias no derivan de logros deportivos sino del traspaso de jugadores y del respaldo de un público que agota las entradas y consume los productos patrocinados por la selección. El mercado publicitario es tan grande que dos cadenas de televisión transmiten de manera simultánea los partidos del “equipo de todos”. Con total impunidad, las jugadas se interrumpen en la pantalla para mostrar anuncios y las camisetas de los equipos están salpicadas de marcas comerciales. Incluso la identidad personal es comercializable. El futbolista Jesús Corona nació con un apellido que coincide con el nombre de una cerveza, pero tuvo la mala suerte de ser fichado por el equipo Monterrey, patrocinado por Tecate, una cervecería de la competencia. Los jugadores suelen llevar su apellido en los dorsales. En el caso de Corona eso podía sugerir que promovía la marca equivocada. Para que pudiera jugar con los Rayados del Monterrey fue bautizado como “Tecatito”, en alusión a la cerveza patrocinadora del club.

A diferencia de lo que sucede en países similares al nuestro, como Colombia, Argentina o Chile, los jugadores no tienen una asociación gremial que los respalde. Sin seguridad fuera de la cancha, suelen ser medrosos dentro de ella. ¿Qué se puede esperar de un atleta que no tiene derecho al nombre propio y es bautizado como un producto? En 2006 Manuel Lapuente entrenaba la selección nacional. En esa época le pregunté cuál era la principal característica del futbolista nacional: “La obediencia”, contestó sin vacilar. Esa cualidad ayuda a cumplir con la disciplina que el director técnico espera de los suyos, pero conviene recordar que la mayoría de los partidos se resuelven gracias a soluciones inesperadas. Los cracks desobedecen.

En la liga MX las responsabilidades del innovador se delegan a los extranjeros, a tal grado que en ocasiones el seleccionador descubre que no hay un extremo izquierdo digno de ser convocado porque todos los que destacan en esa posición son extranjeros.

A esto se suma el desastre de los torneos cortos, que desembocan en una “liguilla” de partidos a muerte, atractivos para la televisión pero dañinos para los planes a largo plazo y para fomentar el debut y la aclimatación de nuevos jugadores. Aunque todas las ligas importantes (de la Serie A a la Premier) duran el año entero, la nuestra no sigue ese modelo. La verdadera competencia ocurre en el draft, la compraventa de jugadores que implica un intercambio neto de dinero. En 2017, el periódico El Financiero informó que ese año se hicieron operaciones por 683 millones 320 mil pesos (unos 34 millones de dólares). En 2016 la cantidad fue aún mayor: 956 millones de pesos (cerca de 47 millones de dólares). Como cada traspaso reporta ganancias, eso estimula que los jugadores pasen de un equipo a otro, lo cual contribuye a su inestabilidad.

A esto se agregan pactos mafiosos como la eliminación del descenso a segunda división.

Todo esto para decir que el fútbol mexicano está planeado para ser un éxito económico y un fracaso deportivo. En tales condiciones a nadie sorprendió que un ilícito cambiara la historia de nuestro fútbol.

Nada de eso hubiera sucedido sin un testigo ejemplar. El periodista Antonio Moreno ha pasado por los más diversos foros de la prensa, la radio y la televisión, y actualmente dirige el Salón de la Fama del Fútbol, con sede en Pachuca, que rinde tributo a los principales futbolistas del mundo.

A diferencia de los reporteros que buscan la paja en el ojo ajeno, Moreno prefiere exaltar las virtudes que solazarse en los defectos. Evita la ofensa y la crítica sin fundamentos, pero cree en la verdad, lo cual, tarde o temprano, tenía que convertirlo en disidente. “Para estar fuera de ley hay que ser honesto”, canta Bob Dylan.

Viajamos juntos a Monterrey en abril de 2024 para asistir a la inauguración de la muestra “El fútbol como pretexto”, en el Palacio Municipal de esa ciudad, y aproveché el vuelo para pedirle que recordara la exclusiva más importante que ha brindado al periodismo deportivo. Todo empezó en 1988 cuando recibió de regalo un anuario con la lista de todos los jugadores registrados por la Federación Mexicana de Fútbol. Poco después leyó un boletín de prensa con los nombres de los jugadores convocados para el Mundial sub-20. Amante de la exactitud, cotejó ambas informaciones y advirtió que las edades de los muchachos no coincidían. Si el anuario estaba en lo cierto, varios de ellos rebasaban los 20 años, y escribió al respecto en su columna del periódico Ovaciones.

La noticia fue seguida por Miguel Ángel Ramírez, del periódico La Jornada, quien se tomó el trabajo revisar las actas de nacimiento presentadas por la Federación para inscribir a los jugadores en el campeonato sub-20. Varias de ellas habían sido falsificadas (con tal torpeza, que cuatro o cinco futbolistas habían nacido el mismo día).

El escándalo popularizó una palabra coloquial: quienes mentían en su edad eran “cachirules”. De acuerdo con la edición de 2022 del Diccionario de mexicanismos, el vocablo significa “remiendo”, “trampa” o “engaño”. Durante décadas, el actor Enrique Alonso animó el teatro infantil con el personaje de Cachirulo, apodo que expresaba su gusto por el simulacro, incluido el de aparentar menor edad.

Como era de esperarse, y de temerse, la FIFA entró en acción: México fue sancionado y perdió la oportunidad de participar en la Olimpiada de Seúl 88, siendo sustituido por Guatemala. El presidente de la Federación, Rafael del Castillo, pensó que podría revertir la decisión. Semanas antes, Joao Havelange, máximo jerarca de la FIFA, había convivido con él en una boda de la familia. Las decisiones fuertes del fútbol no se toman en las canchas sino en los hoteles, los restaurantes y los festejos, las zonas de convivencia y compadrazgo de los directivos. Confiando en su relación de cercanía, y sabedor de los sobornos que Havelange recibía de Adidas y otros patrocinadores, Del Castillo pensó que podría convencer a una persona con un muy discrecional sentido de la honestidad. Viajó a Zúrich, donde recibió otra sorpresa: México no sólo sería excluido de la Olimpiada de Seúl, sino del Mundial de Italia 90. Nunca antes una infracción en las categorías juveniles había perjudicado a la selección mayor de un país. ¿Qué justificaba ese castigo sin precedentes? En las novelas policiacas los culpables suelen ser quienes se benefician del delito. Lo mismo sucedía en esa ocasión. Si México no iba a Italia, su lugar sería ocupado por Estados Unidos.

Del Castillo llegó a Suiza ofreciendo apoyos y regalos, pero Havelange ya había recibido una oferta más tentadora.

Del Castillo llegó a Suiza ofreciendo apoyos y regalos, pero Havelange ya había recibido una oferta más tentadora.

El siguiente Mundial se celebraría en Estados Unidos, donde el interés por el balompié era casi nulo; por lo tanto, urgía “calentarlo” con la presencia del equipo estadounidense en Italia; de lo contrario, la Copa de 1994 sería un fiasco.

A cambio de ser excluido del Mundial, México recibió prebendas compensatorias. Entonces, como ahora, el consorcio televisivo Televisa era el principal aliado de la Federación. El país perdió en el deporte, pero el negocio benefició a la cúpula empresarial.

Para acentuar nuestro dolor vale la pena recordar que Hugo Sánchez se perdió el Mundial de Italia cuando se encontraba en el pináculo de su carrera. En la temporada 1989-90 había conquistado la Bota de Oro que se concede al máximo goleador de Europa, empatado con Hristo Stoichkov. Ambos habían anotado 38 goles, con la diferencia de que Hugo jugaba para el Real Madrid en la muy competida liga española mientras que Stoichkov aún lo hacía en Bulgaria (poco después jugaría para el Barcelona de Johann Cruyff).

El caso de los “cachirules” impidió que Hugo cumpliera la asignatura pendiente que tenía con el fútbol de su país. Fue una figura admirada sin ser un ídolo querido. Sus mayores triunfos ocurrieron lejos y no destacó gran cosa con la selección. Pudimos elogiarlo, pero no pudimos darle las gracias. Italia 90 selló el desencuentro del delantero con una afición que nunca se le rindió a plenitud.

Una duda razonable: la intriga internacional

Pasemos a otro actor que, al modo de los espías, pretendía ser de reparto y solía ser protagonista. Uno de los principales promotores del Mundial de Estados Unidos era Henry Kissinger. Cuando Rafael del Castillo movió fichas en Zúrich, ignoraba que del otro lado del tablero, el Dr. K movía las suyas.

La pasión por el fútbol, contraída en la Alemania de su infancia, acompañó a Kissinger en sus labores geopolíticas. En 1969, siendo asesor de seguridad de la Casa Blanca, descubrió la presencia soviética en Cuba cuando un satélite transmitió una imagen insólita: de pronto, en la isla, había una cancha de fútbol. “Los cubanos juegan béisbol", sentenció el doctor. Fuerzas extranjeras habían llegado ahí.

En 1974, el diplomático ayudó a Joao Havelange en los cabildeos para sustituir a Sir Stanley Rous al frente de la FIFA y poco después convenció a Pelé y a Beckenbauer de que jugaran para el Cosmos de Nueva York. A partir de 1986, colaboró con la federación de su país en la promoción del Mundial y utilizó su red de contactos para situar al balompié en el “orden mundial” que concibió como Secretario de Estado de Richard Nixon y al que dedicó un bestseller.

Su influencia en las canchas nunca podrá ser precisada porque su especialidad fueron los tratos en la sombra y porque supo borrar sus huellas. La política requiere de espacios secretos; no en balde en México ha sido bautizada como la “tenebra”: las intrigas ocurren en “lo oscurito”.

Conservo un claro recuerdo de lo que Pep Guardiola me dijo al respecto. Cuando Sandro Rosell llegó a la directiva del Barcelona en 2010, Guardiola estaba al frente del equipo. El funcionario se había encumbrado gracias a representar marcas deportivas. Había sido vicepresidente bajo el mando del carismático y populista Joan Laporta, pero ambicionaba hacerse del timón. Su llegada a la cúpula del club inició otro tipo de gestión. Guardiola supo definir, no sólo a Rosell, sino a la mayoría de quienes mueven los hilos secretos del fútbol: “Es un político de parking”, sentenció. Los acuerdos cuestionables no se deciden en el campo del juego, ni en las oficinas o el palco del presidente, sino en los sótanos donde se estacionan los coches y se guardan los secretos. Kissinger es el mayor representante internacional de esa estirpe. A diferencia de Rosell, que saldría del cargo para ser procesado, el ex canciller de Estados Unidos no fue sometido a investigaciones aunque muchos lo consideren un criminal de guerra, lo cual posiblemente no revela su inocencia, sino su astucia. 

¿Qué pruebas hay de su responsabilidad en el fútbol internacional? Resulta difícil ver su silueta en el tapiz, pero abundan los datos de que anudó cabos decisivos en el revés de la trama.

En 1978, Argentina disputó un partido de angustia ante Perú. La selección albiceleste debía ganar por cuatro goles para seguir con vida en el Mundial del que era anfitriona. Antes del juego, el dictador Jorge Videla fue al vestidor de Perú en compañía de Kissinger. Cuesta trabajo pensar que se tratara de una visita de cortesía, pues no hubo otra similar a lo largo del torneo. El insólito resultado de 6-0 sobre Perú aumentó las sospechas sobre ese partido. El misterio se perfeccionó con la respuesta que Kissinger dio cada vez que fue interrogado al respecto. Los jugadores peruanos recordaban su visita, pero él dijo no tener memoria del asunto.

Años después, el mediocampista José Velásquez diría que fueron presionados por el gobierno y los directivos, y Rodulfo Manzo, que luego jugaría con Vélez Sarsfield, comentó que los peruanos cobraron soborno a excepción de Juan José Muñante, extremo derechos que jugó en México con Atlético Español y Pumas. Por su parte, Juan Carlos Oblitas, también miembro del seleccionado, diría: “Recuerdo perfectamente la presencia de Videla con un grupo grande de personas, entre los que estaba Kissinger…Realmente me llamó la atención y creo que fue algo psicológico, para generar presión”.

Antes que ningún otro político, Kissinger advirtió la importancia geopolítica que el fútbol tendría para su país de adopción. Gustavo Veiga escribió en Página 12 acerca de las dos visitas que Kissinger hizo en vísperas del Mundial de 1978 al almirante César Guzzetti, canciller de Argentina, una en Santiago, donde ambos brindaban apoyo estratégico a la dictadura de Pinochet, y otro en Buenos Aires. La Copa fue la ocasión propicia para lavar la imagen de una dictadura que tanto dependió del respaldo estadounidense.

La influencia de Kissinger en el caso mexicano fue menos notoria, pero tal vez más importante para los destinos comerciales del balompié. Cuando México fue inhabilitado para asistir al Mundial de 1990, Estados Unidos pudo participar, reforzando la campaña de promoción de un deporte hasta entonces minoritario en ese país. El éxito del Mundial de Estados Unidos 94 coincidió con el fin del predominio mexicano en la región.

Es posible que algún documento que se desclasifique en el futuro revele las gestiones ocultas del fútbol. La trama actual no arroja certezas incontrovertibles pero despierta dudas razonables.

El pasado de una ilusión

Los partidos entre México y Estados Unidos comenzaron en el Mundial de Italia 34, con un triunfo de 4-2 para la oncena de las barras y las estrellas. Después de esa derrota inicial, nuestro país inició su larga supremacía regional y se mantuvo invicta de 1937 a 1980, sumando 21 victorias y tres empates. 46 años y 24 partidos sirvieron para considerar que el fútbol era una actividad magnífica: podíamos perder, pero no con Estados Unidos.

En los siguientes años ambos países se nivelaron; hubo triunfos y derrotas, como los que suceden con cualquier país, pero Estados Unidos no era “cualquier país”. La hegemonía que estimulaba nuestro amor propio había desaparecido.

Acostumbrados a la decepción, los futbolistas nacionales no aceptan esa norma ante Estados Unidos. En 2002, durante el Mundial de Corea y Japón, el Tri pasó a la siguiente ronda en primer lugar de su grupo y era favorito para vencer a Estados Unidos, pero el equipo entrenado por el Vasco Aguirre jugó con demasiados deseos de triunfar, como si la recuperación de Texas se decidiera en la cancha, y el resultado fue un 2-0 en contra. Incapaz de contener su ira, nuestro capitán, Rafa Márquez, propinó un artero cabezazo a Coby Jones. El gesto resumió la impotencia ante el archirrival.

Uno de los protagonistas de esa derrota fue Landon Donovan. Después de anotar uno de los goles se burló de sus oponentes y atizó el fuego en declaraciones posteriores.

El 9 de febrero de 2004, dos años después del Mundial de Corea y Japón, México y Estados Unidos volvieron a enfrentarse en el Estadio Jalisco. Al salir al campo, Donovan fue el jugador más abucheado. Con toda calma, el verdugo de la selección se apartó del calentamiento para orinar en plena cancha. Al término del partido se excusó diciendo que no le habían dado permiso para regresar a los vestidores.

Donovan tardó 14 años en pedir perdón por haber orinado el pasto del Estadio Jalisco: “No entendí bien la rivalidad entre los dos países. Ahora soy más maduro y me arrepiento de lo que fui de joven”, declaró finalmente, Su conducta explica la caldeada animosidad que la relación bilateral alcanzó en el siglo XXI.

Para nuestra desgracia, el rencor aumentaría con los malos resultados. En Alemania 2006 México quedó en el lugar 15 del ranking planetario. El problema fue que Estados Unidos ocupó el 13.

Un año después, Hugo Sánchez debutó como técnico de la selección ante el vecino incómodo. Obsesionado por el triunfo llegó a incluir a seis delanteros que fallaron un gol tras otro, pero la desesperación fue superior a la estrategia. México perdió 2-0.

Es difícil encontrar un oficio más intestable que el de técnico de la selección. Después de una fase que despertó justificadas esperanzas, el Chepo De la Torre ocupó el banquillo de los nervios hasta que fue cesado en la fase clasificatoria para Brasil 2014, antes del partido contra Estados Unidos. Luis Fernando Tena, admirable entrenador que conquistó el oro en los Juegos Olímpicos de Londres 2012, asumió ese desafío. En forma previsible, una de las más flojas escuadras norteamericanas de los últimos veinte años nos propinó otro 2-0 y se dio el lujo de fallar un pénalti.

El 26 de marzo de 2024, Kevin Baxter pudo iniciar su columna de fútbol en Los Angeles Timescon estas hirientes palabras: “¿Se acuerdan de cuando México era bueno?”. Se refería a la derrota del Tri el domingo anterior por el ya clásico marcador de 2-0. Poco más adelante precisaba la pregunta: “¿Se acuerdan de cuando México-Estados Unidos era una rivalidad?”. En opinión del columnista, hemos llegado a un punto de no retorno en el que México sencillamente es incapaz de vencer a Estados Unidos.

La mejoría del país vecino corre pareja a nuestro deterioro. En Qatar 2022, el Tri fue incapaz de superar la fase de grupos por primera vez en 44 años. Para colmo, la liga MX es el lugar absurdo donde 14 de los 19 principales goleadores son extranjeros. De manera dramática, la progresiva sumisión ante Estados Unidos ha afectado al principal baluarte del fútbol mexicano: el público. La tribu que se resignaba con estoicismo ante las muchas caídas de los suyos no soporta perder ante el imperio. En marzo de 2024 la hinchada nacional arrojó cervezas a los jugadores; en la eliminatoria de 2021 el novato Giovanni Reyna recibió un botellazo, y en la semifinal de la Liga de Naciones de la Concacaf de 2023 el partido, que terminó 3-0 a favor de Estados Unidos, se tuvo que suspender varias veces porque la porra mexicana acompañaba los despejes del portero con el grito de “¡Puuuuuuto!”.

Desde que se supo que México compartiría la sede del Mundial 2026 con Estados Unidos y Canadá quedó claro que en realidad sólo habría un país sede para la Copa de “Norteamérica”. De 104 partidos, a México y Canadá se les asignaron 26, 13 para cada uno. Por la cantidad de equipos, la distancia de los traslados y los cambios de clima y altura difícilmente el Mundial favorecerá la calidad deportiva.

La investigación que el FBI llevó a cabo en las oficinas de la FIFA en 2015 confirmó un rumor a voces: las sedes conseguidas por Moscú y Qatar para los Mundiales 2018 y 2022 se obtuvieron con sobornos. Como es de suponerse, la indagación no fue un gesto desinteresado y a nadie extrañó que Estados Unidos recibiera la siguiente sede, no conseguida con pagos ilícitos sino con presiones judiciales.

Aunque México ha organizado dos de los mejores Mundiales de la historia, el de 1970, que consagró a Pelé, y el de 1986, que hizo lo propio con Maradona, ahora desempeñará el papel de comparsa. Muy pocos periodistas deportivos se han atrevido a alzar la voz al respecto. Le escribí por whatsapp a uno de los más destacados y me contestó de inmediato: “México no tenía la capacidad financiera para organizar el Mundial en solitario y una Copa en Estados Unidos habría sido muy impopular, así que decidieron ir en una sede compartida para aprovechar la infraestructura de los gringos. Sin embargo, quedó muy desigual. Realmente la fiesta la organiza Estados Unidos. Canadá lleva las papas y México los refrescos”. Sus palabras expresan con elocuencia lo que la mayoría de la gente piensa; sin embargo, lo más interesante no fue lo que dijo sino lo que me solicitó que no dijera: cuando le pedí permiso para reproducir su declaración en este texto, pidió que omitiera su nombre, pues teme perder el acceso a la competencia.

Los Mundiales son monopolizados por la televisión y casi todas las acreditaciones se destinan a quienes trabajan para las pantallas. No es casual que el Comisionado de la Federación Mexicana de Fútbol para el Mundial de 2026 sea Juan Carlos Rodríguez, quien antes presidió Univisión. Dueña del Estadio Azteca, Televisa controla la Federación y el trato con los medios.

Aunque Rodríguez dispone de poco margen de negociación, puede presentar algunas cartas a su favor: México tendrá pocos partidos, pero uno de ellos será el inaugural, tan importante en términos económicos como la transmisión del Super Bowl. Además, Rodríguez ha planeado una estrategia para que, en caso de que el Tri pase en primer lugar de su grupo, dispute partidos en México y el sur de Estados Unidos, donde también juega de local.

Si Esquilo se contentaba con servirse de algunas rebanadas del festín de Homero, México no duda en aprovechar las sobras del banquete futbolístico. De cualquier forma, esto no lo convierte en anfitrión, sino en el camarero que ofrece un coctel margarita de bienvenida.

Apoyar un fútbol sin resultados es un fenómeno único en el mundo contemporáneo. Las reiteradas participaciones de México en los Mundiales han desembocado en el fracaso, pero eso no mengua la pasión. En vísperas de la Copa celebrada en Sudáfrica, Martín Caparrós, mi amigo argentino y cronista todoterreno, se preguntaba hasta dónde llegaría su país y añadía otra interrogante: ¿qué justificaba el apoyo a las selecciones ajenas a toda posibilidad de trascender? Su curiosidad me tocaba directamente. El Tri no sólo carecía de argumentos para el triunfo sino que contribuiría a la gloria argentina ofrendando su derrota.

Pero las ilusiones de los miles de paisanos que habían vendido su coche y su casa para volar a Johannesburgo no dependían de otra recompensa que la de festejarse a sí mismos en los estadios africanos. Nuestra felicidad se alimenta de pretextos, no de realidades.

Dicho esto, reconozcamos que ciertos goles duelen más. Ganarle a Estados Unidos era nuestra principal válvula de escape. No es casual que el descontento y la violencia hayan aumentado en las tribunas.

Cada vez que la selección pierde con Estados Unidos, el entrenador de turno recurre a una de las vaguedades con que mitigamos la evidencia: “No se dieron las condiciones”, afirma. La responsabilidad se delega en el destino, evadiendo la principal lección de la derrota, que consiste en demostrar que el poderío ajeno se funda en la debilidad propia.

País de excusas, México cuenta con un amplio repertorio de frases para escapar al juicio, pero ninguna declaración define mejor nuestra asimétrica y tortuosa vecindad con Estados Unidos que la pronunciada por el derrotado general Anaya: “Si tuviéramos parque no estarían ustedes aquí”. 

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