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¿Cuál es el futuro de las izquierdas tras el fraude de Maduro?

Por Patricio Fernandez

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Ilustración de Constanza Gaggero

1 de agosto de 2024

SumarioEl robo de los votos en Venezuela es simplemente una vergüenza inaceptable, una crueldad, un acto de desprecio e impiedad. Hay que ayudar a los venezolanos a recuperar la democracia y el derecho a decidir su propio destino. Las izquierdas del mundo tienen aquí una deuda y una responsabilidad inmensa, en la que se juega su prestigio y porvenir.

Patricio Fernandez

Sobre el autor/a:

Patricio Fernandez

Periodista y escritor chileno. Es miembro fundador de BOOM. En 1998, cuando el dictador Augusto Pinochet fue detenido en Londres, fundó la revista satírica The Clinic y más tarde TheClinic Online. Dirige actualmente el Democracia UDP de la Universidad Diego Portales en Santiago de Chile.

Lo que está sucediendo en Venezuela, le impone un reto ineludible a las izquierdas de la región si acaso aspiran a ser confiables y deseables. Así como las derechas en América Latina cargan con un pasado de apoyo a dictaduras militares que instalaron regímenes de terror, las izquierdas arrastran una historia de promesas revolucionarias devenidas en mafias corruptas, personalistas y empobrecedoras. Las dictaduras de derecha fueron más criminales, las de izquierda más totalitarias. Ambas han justificado sus fechorías aduciendo la existencia de un enemigo. El culpable siempre es otro: la amenaza marxista, el imperialismo, la casta o el capital. Las primeras terminaron con la Guerra Fría, las otras han seguido un camino de descomposición creciente. Del mismo modo en que se le exige a la derecha reconocer y condenar las violaciones a los derechos humanos de los gobiernos militares que apoyaron para reconocerles nuevas credenciales democráticas, si las fuerzas de izquierda no encabezan la condena al fraude de Nicolás Maduro y su gobierno abyecto, difícilmente conseguirán la legitimidad necesaria para denunciar y llamar a corregir esos otros abusos que abundan en nuestro continente, el más desigual y violento del mundo.

En Chile, el proceso eleccionario de Venezuela se está viviendo con la intensidad de una disputa interna. Miles de migrantes venezolanos (que en Chile ya se estiman por los 800.000) se han manifestado en las calles, los programas políticos lo debaten con pasión y el asunto brota cada vez que se habla de seguridad, el principal tema de preocupación nacional.

A muchos nos ha recordado el plebiscito de 1988 que terminó con la dictadura de Pinochet: un mismo tipo de esperanza e incertidumbre, arrojo y miedo. En esa ocasión, el dictador chileno también aplazó la entrega de resultados hasta cerca de la medianoche, mientras los conteos de la oposición ya tenían clarísima su derrota. Si el general Fernando Matthei, miembro de la Junta de la Junta Militar de Gobierno, no hubiera reconocido la derrota por su cuenta, posiblemente el fraude se habría consumado.

Esta elección venezolana, en realidad, también fue un plebiscito. Edmundo González encarnó el NO. Ni él ni María Corina –el alma y la voz del cuerpo cansado, amable, algo triste y anómalamente sin ambición de Edmundo– representaban su propio pensamiento político. Ambos, sin ir más lejos, muestran sensibilidades y energías distintas. Ella, la pasión movilizadora y él la fatiga de quien da con desgano su última batalla.

María Corina se volvió una líder potente cuando pasó de ser el ala derechista de la oposición a plasmar las ansias de encuentro de una comunidad rota y desperdigada, ansiosa por reunirse. “Queremos que nuestras familias se encuentren, que las madres puedan abrazar a sus hijos”, dice ella. Es un clamor concreto, porque Venezuela ha vivido la diáspora más grande en la historia de América Latina: cerca de ocho millones de migrantes. Pero el mensaje va más allá todavía. Patricio Aylwin, el primer presidente de nuestra transición después de la salida de Pinochet, hablaba de reconciliar a la gran familia chilena. Y para conseguirlo, lo primero fue la recuperación de la democracia, ese espacio donde las distintas posibilidades conviven en paz.

A Nicolás Maduro lo han felicitado los presidentes de Cuba y de Nicaragua, los otros dos gobiernos catalogados de izquierda de los que la izquierda sólo puede avergonzarse. Esas felicitaciones fueron seguidas por los gobiernos de Bolivia, Honduras y, más allá del continente, por Rusia, China, Serbia, Irán y Madagascar. Ninguno de ellos es una democracia ejemplar.

En Chile, mientras el presidente Gabriel Boric cuestionó sin titubeos la irregularidad con que se había desarrollado el proceso y la apurada coronación de Maduro, el partido comunista, miembro de su coalición gobernante, le dio su apoyo al dictador. La pregunta que se instaló enseguida fue si esas dos izquierdas -la de Boric (Frente Amplio) con la del Socialismo Democrático y la del Partido Comunista con su órbita radicalizada podían seguir juntas; si coincidían en un proyecto común, si tenía sentido que la izquierda continuara apostándole a la unidad, cuando respecto de asuntos tan medulares como éste, unos se escandalizan y otros aplauden.

Es cierto que también entre los comunistas detonaron miradas divergentes. Por acá, desde hace algún rato que entre los PC no funciona el principio del “centralismo democrático”. Hay de por medio un tema generacional. Los viejos revolucionarios comienzan a oler a naftalina. No solo siguen presos de viejas fidelidades, sino que hablan otro lenguaje, escuchan otra música, desconocen TikTok.

Esa izquierda corrompida de Maduro, Ortega y, la más sobria pero no menos desastrosa, la de Díaz Canel, continúa hablando del socialismo como si fuera una panacea que ellos encarnan, mientras la gente huye de sus países, especialmente los jóvenes. Se calcula que en Cuba, desde 2022 se han ido 1.8 millones de personas, aproximadamente un 18% de la población. Varias veces lo ocurrido con la crisis de Mariel o la crisis de los balseros. Según me cuentan amigos de allá, no tienen que comer. Un par de meses atrás pidieron ayuda humanitaria a las Naciones Unidas; leche, para ser precisos. ¿Pueden seguir jactándose esos gobiernos de construir “el hombre nuevo”, una alternativa deseable a la impiedad capitalista?

Las nuevas izquierdas -no encuentro otro nombre para llamar a este proyecto civilizador- tienen una inmensa tarea por delante. Ya no se llama socialismo. Sabemos que eso fracasó. Hay que pensar de nuevo. Redibujar las complicidades. Juzgar con dureza los errores cometidos. Y ser los primeros en condenar esas versiones aberrantes de quienes con una pretendida superioridad moral y discursos altisonantes, esconden intereses despreciables, sean de derecha o se hagan llamar de izquierda.

El desafío de construir sociedades más justas y plurales, conscientes de la crisis medioambiental, donde la suerte de cada individuo sea también una preocupación colectiva y el poder se halle desconcentrado y no en manos de un pequeño grupo, donde el mérito conviva con la solidaridad y la curiosidad por el conocimiento ajeno prevalezca por sobre la voluntad de cancelar la opinión distinta, es un empeño en que no se puede cejar.

El fraude de Maduro es simplemente una vergüenza inaceptable, una crueldad, un acto de desprecio e impiedad. Hay que evitar que mueran demasiados en esta lucha de los venezolanos por recuperar la democracia y el derecho a decidir su propio destino. Pero también hay que ayudarlos a que no se rindan. A que no los doblegue el cansancio. A que no los olvide la comunidad internacional. Las izquierdas del mundo tienen aquí una deuda y una responsabilidad inmensa, en la que se juega su prestigio y porvenir.


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